viernes, 14 de octubre de 2011

UNA BREVE INTRODUCCIÓN AL MUNDO DE LOS NAIPES

LOS ORIGENES
En un siglo en el que asistimos a impresionantes y sorprendentes descubrimientos y avances, tanto científicos
y tecnológicos como sociales, y en el que podríamos llegar a descubrir, incluso, el origen del Universo,
persisten otras incógnitas quizás más modestas e intrascendentes, pero igualmente elusivas, como es el
origen de los naipes. Al igual que todo aquello que está envuelto en el misterio –o, más bien, en el
desconocimiento– no han faltado extravagantes teorías ocultistas, iniciáticas o teosóficas, que tanto atribuyen
su invención a los egipcios (y de ahí a los gitanos –“egipcianos”–, etc.), como a Buda, o al mismísimo
Satanás, quien los habría creado con el luciferino fin de hundir a la Humanidad en una irrefrenable espiral
de vicio y ludopatía que la apartara definitivamente del recogimiento divino y de la virtud cristiana; afán
que quizás haya conseguido, aunque por otros medios algo más sutiles y sofisticados. Estas indocumentadas
teorías han calado, sin embargo, en prestigiosos intelectuales y exitosos e incautos literatos que, sin rubor
alguno, no dudan en introducir alegremente en sus afamadas obras –y aclamadas por su “rigor histórico”–
tarots y echadoras de cartas en tiempos tan oscuros y remotos como los de, por poner sólo un ejemplo,
el rey Pedro II de Aragón (1178-1213) –del Cine, mejor ni hablamos–. Por cierto, y aunque adelantemos
acontecimientos, el hoy tan vulgarizado, mil veces rediseñado y mistificado tarot, no es sino una
reinterpretación renacentista de la baraja de toda la vida –creado para un juego específico destinado al
entretenimiento de la poderosa nobleza florentina– al que se la han añadido 22 naipes simbólicos,
aparatosamente llamados hoy en día “arcanos mayores”, aunque originalmente se les conociera simplemente
como “triunfos”; por otra parte, la utilización sistemática del tarot con fines advinatorios es un reciente
invento francés que no va más allá del siglo XIX.
Lo más cómodo y socorrido en caso de duda, es atribuir la invención de cualquier artefacto, producto
o sistema a la milenaria cultura china y a sus ingeniosos súbditos; incluidos, por supuesto, los escurridizos
naipes. Atribución, en principio, quizás no tan descaminada. De los chinos sabemos dos cosas ciertas: que
inventaron el papel moneda, allá por el siglo VII, y que se jugaban –siguen en ello– hasta los palillos con
que consumían el ineludible y cotidiano arroz. Los billetes, aunque obviamente de distinto valor, eran
todos del mismo tamaño y estaban impresos sólo por una cara, lo que facilitaba que se pudiera jugar y
apostar con ellos a algo así como “la carta más alta”, ganando y quedándose con el billete del contrario
el afortunado hijo del Imperio que presentara el
de mayor valor; mecanismo que, por supuesto y
como en la misma baraja, admite múltiples procedimientos
y combinaciones. De este inocente
proceso podrían haberse derivado los distintos
valores y series que dan origen a la baraja. Muy
posteriormente, los siempre inquietos chinos
crearon complicadísimos juegos (como el popular
“mil veces diez mil”) con innumerable cantidad
de cartas llenas de bellísimas caligrafías, flores,
pajaritos, poemas y bucólicos paisajes; mientras
hoy –como en casi todo el mundo– estos naipes
están acaparados por atractivas y desinhibidas
señoritas de indiscutible corte oriental.
La feliz idea pudo pasar a la vecina península
indostánica donde, con la habitual y excesiva
ornamentación hinduista y –según algún erudito
inglés de matiz colonialista– basándose en el ya
conocido ajedrez, se añadirían diferentes figuras,
adjudicándoles un valor determinado, jerárquico 
y escalonado a cada una de ellas,
así como creando diferentes
series (palos) combinatorias. Los
naipes hindúes son redondos y,
generalmente, pintados a mano
sobre cuero o cartón endurecido,
variando su imaginería y composición
dependiendo del juego
al que estén destinados; siendo
el “d’asavatara” es el que más se
aproxima a nuestro actual
concepto de baraja, compuesto
por diez series (las diez –dicen–
encarnaciones de Vishnu), formadas
por elementos tales como
peces, conchas, lotos, arcos,
vasijas, etc., de doce cartas cada
una: dos figuras –rey y visir– y diez cartas numerales que comprenden del uno al diez.
Pero parece ser que fue en Persia donde la baraja adquirió su forma definitiva, esto es: cuatro palos
compuestos de tres figuras y nueve cartas numerales, lo que representa 48 naipes por mazo que, según las
circunstancias, pueden ampliarse a 52 ó 56 ó reducirse a 40. También se especula con que la simbología
de estos cuatro palos pudiera estar relacionada con el polo, deporte nacional de los persas –que incluso
llegó a practicarse alegremente con las cabezas decapitadas de sus enemigos–; así, los oros corresponderían
a la pelota utilizada en el juego, las copas al trofeo obtenido por el vencedor, las espadas a la virilidad o
nobleza del jugador, y los bastos al palo empleado para golpear la pelota... y todo esto no es tan disparatado
como pudiera parecer a simple vista. En el museo “Fournier” de Vitoria se conserva la que se considera
como la baraja más antigua que ha llegado a nuestras manos; data de principios del siglo XV y es de
probable origen catalán. En esta baraja, los oros muestran una costura que los asemeja a pelotas pero
también a cascabeles; las copas tienen forma de caliz, pero también de bellota; el as de espadas contiene
tanto esta arma –partida por la mitad– como una hoja; por último, los bastos son inequívocos palos de
polo o hockey. Que de aquí derivan nuestros cuatro palos tradicionales –correspondientes al sistema latino,
que incluye la Península Ibérica e Italia– admite pocas dudas; pero tampoco puede sorprendernos que,
asimismo, en Centroeuropa adaptaran estos otros cuatro símbolos: cascabeles, bellotas, hojas y corazones.
Aceptada ya la más que probable influencia persa en nuestra baraja, sólo queda intuir que ésta fue conocida
por los árabes –vía Turquía– y, a través de ellos, expandida a todo el Mediterráneo; hipótesis que, hoy por
hoy, está por demostrar.
LAS EVIDENCIAS
Aparcando ya las conjeturas, disponemos de dos fechas claves que nos evidencian dos certezas: los naipes
no eran conocidos en 1280 y sí lo eran en 1371. No lo eran en 1280, año en el que el meticuloso monarca
Alfonso X el Sabio redacta su famoso y documentado tratado “Libro de los Juegos” y en el que los naipes
no aparecen por capítulo alguno debido a su evidente inexistencia. Por otra parte, en una ordenanza dictada
en la ciudad suiza de Saint Gallen en 1364 se prohíben todo tipo de juegos, citándolos por sus nombres,
pero sin mencionar en ninguna claúsula a los –según se desprende– desconocidos naipes. Sí lo eran ya en
1371, año en el que, por primera vez, el poeta catalán Jaume March incorpora la palabra “naip” en su
“Llibre de Concordances”, haciéndola rimar con términos como “garip”, “xorip” o “estip”; asimismo, no
es ocioso destacar que el castellano y el catalán son los dos únicos idiomas que poseen una palabra específica
para designar a lo que en otros países se denomina simplemente “cartas de juego”. Con la apertura a finales
del siglo pasado de los archivos de algunos países de la extinta Europa del Este, se ha intentado demostrar
con documentos procedentes de Bohemia que los naipes eran ya utilizados a principios del siglo XIV; pero
son escritos posteriores que se refieren a otros escritos, por lo que no proporcionan credibilidad alguna
al tratarse, sin duda alguna, de interpolaciones ulteriores. No estamos en condiciones de afirmar que los
naipes se dieron a conocer precisamente en 1371, pero sí que es a partir de esa fecha –que podemos ampliar
al último tercio del siglo XIV– cuando proliferan los documentos en prácticamento toda la Europa culta
que se hacen eco de la aparición de un “nuevo juego” que, en lengua sarracena, se denomina “naib”, palabra
confusa que tanto puede significar “gobernador”, como “el que representa” o “el que juega”. Consecuentemente,
no tardan en aparecer decretos –en 1382 (Lille y Barcelona) y 1384 (Valencia)– que prohíben expresamente
la práctica de este adictivo pasatiempo; pero también figuran mencionados en varias facturas y testamentos
de la época, incluyéndolos en el apartado de objetos valiosos, ya que –hasta que se empezaron a imprimir
por medios xilográficos a principios del siglo XV– éstos se elaboraban totalmente de forma manual por
un nuevo gremio, que ya se cita en 1380, con el apelativo –evidente– de “naipero”.
COMPOSICIÓN DE LA BARAJA
Una vez perfectamente aclimatados –con más o menos problemas legales– los naipes en Europa, éstos
adaptaron, básicamente, los dos sistemas que ya hemos mencionado: el latino y el centroeuropeo, más una
localista interpretación suiza que se inclinó por los cascabeles, escudos, flores y bellotas. No faltaron en
aquellos primeros tiempos interpretaciones más originales, ya que a los cuatro palos se les podía aplicar
cualquier cosa; y así aparecerieron barajas cuyas divisas eran animales, flores, casas reinantes o cualquier
otro elemento digno de ser representado. Por otra parte, el hoy mundialmente utilizado sistema francés,
conocido por sus diamantes, corazones, picas y tréboles, no es sino una adaptación tardía de la simbología
latina, ideada con el práctico fin de abaratar los costes de producción e impresión. Efectivamente, al 
esquematizar los dibujos en formas prácticamente geométricas, y empleando tan solo dos colores –el negro
y el rojo–, se reducían drásticamente los gastos de grabado, impresión e iluminación, lo que facilitaba el
tirar por una parte los pliegos con las cartas numerales, ya con su color, y por otra el de las figuras. Hoy
en día, los cuatro sistemas que permanecen –en lo que conocemos como cultura occidental– son: el francés
(más conocido actualmente como inglés o internacional), aceptado en todo el mundo y el único empleado
en los casinos; el latino, utilizado en España, Italia, Hispanoamérica, Filipinas y norte de África; el
centroeuropeo, que abarca principalmente a Alemania y a Austria, pero también a algún país de su ámbito
de influencia; y el suizo que, como su nombre indica, sólo es utilizado por los prósperos ciudadanos de
la Confederación Helvética.
Ya hemos hablado del tarot y de como, en un principio, se trataba simplemente de un mazo creado
para un juego muy concreto –y ciertamente complicado–, al que se le habían añadido 22 cartas adicionales
de una simbología muy definida que, probablemente, ya eran conocidas y utilizadas previamente. El mazo
principal se componía de 56 naipes, ya que cada palo tenía diez numerales y cuatro figuras: sota, caballero,
reina y rey. Los primeros tarots eran un artículo refinado y de auténtico lujo, creados como cuadros en
miniatura por renombrados artistas renacentistas como Bonifacio Bembo, en los que no escaseaba el oro
ni los materiales más preciados, y que podían constituir el perfecto regalo de bodas entre la pujante nobleza
transalpina; no falta, incluso, quien atribuye al florentino Sandro Botticelli la realización de alguno de
estos primitivos y refinados tarots que, con materiales y procedimientos más modestos, no tardaron en
popularizarse en toda la península italiana, Francia y Suiza. Este lúdico invento encandiló también a los
centroeuropeos, pero aplicándole una filosofía particular y con menos zarandajas –pretendidamente–
esotéricas: las 22 cartas simbólicas se trasformaron en series temáticas que podían abarcar cualquier asunto
(oficios, naturaleza, geografía, ciencia, política. etc.) y, dependiendo de las circunstancias y del tipo de
juego al que fueran destinados, el número de cartas podía abarcar desde 42 a 78; asimismo, y para
distinguirse de sus vecinos del Sur, denominaron a estos mazos tarocks.
MÉTODOS DE IMPRESIÓN
Como ya hemos afirmado, en un principio las barajas fueron solamente accesibles a las clases económicamente
potentes (del comercio, la burguesía o la nobleza) que podían permirtirse el oneroso dispendio de pagar
a un miniaturista que les diseñara, dibujara e iluminara una serie, no inferior a 40, de pequeños cuadros.
Pero no faltó el avispado artesano que se percatara de que el pueblo llano –habitual de las casas de juegos
o tafurerías– también era un potencial –y un sector mucho más amplio– consumidor, proclive a disfrutar
de las múltiples excelencias, combinaciones y avatares de este “nuevo juego”; por lo que no tardaron en
imprimirse barajas mediante la más accesible xilografía o moldes de madera –que ya era utilizada para la
estampación de grabados religiosos– y coloreados mediante el burdo sistema “a la morisca” (como se puede
comprobar, lo musulmán no deja de estar presente en todo este asunto), consistente en embadurnarse cada
dedo de la mano de un color distinto e ir aplicándolo –a la buena de Dios– en las zonas más o menos
adecuadas. Un método de iluminación algo más sofisticado era el estarcido, es decir, la utilización de
patrones de cartón endurecido –uno por color– y oportunamente troquelados, sobre los que se pasaba una
brocha con el tono correspondiente, quedando pigmentada en el pliego la superficie vacíada en el cartón.
Aunque pueda parecer extraño, este sistema de impresión e iluminación estuvo vigente entre muchos
naiperos hasta el último tercio del siglo XIX, cuando ya las técnicas de estampación habían cambiado de
forma radical. En efecto, a finales del siglo XVIII el alemán Senefelder inventó la litografía, método basado
en la incompatibilidad entre el agua y el aceite, mediante el cual se efectuaba un dibujo con pintura oleosa
en una piedra conveniente preparada la cual, posteriormente humedecida, transfería el diseño a la superficie
dispuesta para su impresión. Este sistema permitía imprimir cuantos colores se quisieran –uno por piedra–
con la ventaja de poder trabajar con degradados y difuminados; asimismo concedía más libertad y soltura
al artista, que podía emplear diferentes técnicas de expresión. La primera baraja litográfica estampada en
España fue la “Constitucional”, impresa en Barcelona en 1822 como homenaje a la Constitución gaditana
de 1812; pero no fue hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se popularizó la litografía y cromolitografía
en los talleres naiperos, dando lugar a una serie de espectaculares barajas temáticas que bien merecen definir
a esa centuria como el “Siglo de Oro de la Baraja Española” (y Europea). A partir del segundo tercio del
siglo XX la litografía fue paulatinamente abandonada en favor de los nuevos sistemas mecánicos de
impresión basados en la cuatricomía –el huecograbado y el offset– que proporcionaron mayor rapidez y
menor gasto, pero también una irreversible pérdida de calidad y de matices, imposibles de obtener con
los cuatro colores básicos. No debemos olvidarnos de una limitada y bellísima serie de barajas que se
crearon en Madrid a principios del siglo XIX, a la sombra de la recientemente fundada Escuela de
Grabadores: finamente perfiladas y talladas al cobre o al acero por los más prestigiosos artistas y grabadores
de su tiempo eran, una vez estampadas, delicadamente iluminadas a mano, por lo que cada ejemplar se
manifiesta como una pequeña obre de arte, única e irrepetible, representando además temas tan atractivos
como la mitología, la geografía o la estética neoclásica tan difundida en esos años de influencia francesa.
LOS TIPOS DE LA BARAJA
A grandes rasgos, las barajas se dividen, para todo el mundo, en dos grupos principales: populares y de
fantasía. Llamamos barajas populares a las que, siguiendo un modelo determinado, han sido adoptadas y
reconocidas por los jugadores a través del tiempo y de las modas; para entendernos: aquellas barajas con
las que “se juega”. Cada país, cada región, ha tenido o tiene su modelo propio aunque, lamentablemente,
la actual y perversa tendencia unificadora haya arrasado con la mayoría de ellos. Centrándonos en España,
desde un principio hubo diferencias entre las barajas con las que se jugaba en Madrid, Sevilla o Cataluña;
posteriormente, se crearon diferentes modelos regionales que, partiendo todos de un tronco común que
podemos denominar modelo “nacional”, adquirieron características propias que conocemos como “catalán”,
“gaditano”, “valenciano”, “madrileño” o “castellano”, por citar sólo los más importantes. Pero también
existen otros tipos de barajas basadas en un modelo creado por un determinado fabricante –como pueden
ser los diseños concebidos a principios del siglo XIX por Clemente de Roxas o por la dinastía Maciá– o
también en ciertas características específicas –el modelo “Caballería” o el “Bolsa del Dinero”– y que han
obtenido el favor popular, extendiendo su influencia durante años y generaciones. Hoy, todo eso ha
quedado en el olvido, y los jugadores españoles sólo conocen la omnipresente baraja de Heraclio Fournier
–radicada en Vitoria, pero de capital totalmente estadounidense–, la de la ya desaparecida casa Comas de
Barcelona y, en menor medida, la de Maestros Naiperos de Valencia.
La baraja de fantasía es aquella que adapta los palos y figuras tradicionales a diferentes motivos, bien
sea con un propósito didáctico, propangadístico, político o simplemente estético, y –como es fácil entender–
pueden representar cualquier tema imaginable. No suelen ser barajas aceptadas por los jugadores habituales
–colectivo extremadamente conservador y al que incomoda toda variación sobre lo ya establecido–, pero
en este grupo cabe incluir los ejemplares más bellos, originales y sorprendentes que haya producido no
sólo la naipología, sino cualquier manifestación artística del ser humano. Ya hemos hablado de las primorosas
barajas de principios del siglo XIX; pero a lo largo de toda esa centuria y principios del siglo XX se crearon
auténticas obras de arte y buen gusto, salidas de los obradores de Barcelona, Valencia, Cádiz, Burgos,
Vitoria o Madrid, muchas de ellas utilizadas –al igual que los cromos– como reclamo publicitario para
promocionar la industria chocolatera, por lo que han sido incluidas en un subgrupo acertadamente conocido
como “barajas del chocolate”.
LOS FABRICANTES
En un principio, la artesanal industria naipera se desarrolló principalmente en Sevilla, Madrid y Barcelona
–con fuerte influencia del mercado francés–; extendiéndose posteriormente a otras poblaciones y creando
auténticas dinastías de naiperos, alguna de las cuales se mantuvo a lo largo de cuatro siglos. Es el caso de
los Rotxotxo, de Barcelona, donde también dejaron su huella los Comas, Maciá, Samsó, Torras y Lleó,
Sanmartí, Guarro y tantos otros; en Madrid dominaron los Castellanos, García, Gombau y Estrada; en
Valencia fueron los Bau, Argente, Manaut y el gran Simeón Durá los que dieron forma y prestigio al naipe
valenciano; los gaditanos Maffei, Chavarría, Olea o González internacionalizaron el racial tipo “Cádiz”,
exportándolo a todo el mundo. Incluso un lugar tan apartado como la sierra de Cameros logroñesa tuvo
su representación naipera con los Pinillos y los Vallejo. Pero, seguramente, la familia más famosa en este
campo es la de los Fournier quienes, oriundos de Francia, se instalaron en Burgos en 1860, creando la
sociedad “Fournier Hermanos” y compitiendo, en esa misma capital, con los Moliner. En 1868, y mientras
su hermano Braulio permanece en Burgos, Heraclio marcha a Vitoria y, poco a poco, levanta la potente
industria que ha sobrevivido hasta nuestros días; bien es cierto que con empuje, iniciativa y tesón, pero
también ejerciendo una priviligiada situación casi monopolista beneficiada por nuestra olvidable contienda
civil. Como ya hemos adelantada, esta centenaria firma fue mayormente intervenida en los años ochenta
del pasado siglo por la norteamericana United States Playing-Card Company aunque, afortunadamente,
el extraordinario museo creado por Félix Alfaro Fournier se mantuvo en la capital alavesa. La casa Comas,
fundada en Mataró en 1781, se vendió en 2010 a la francesa Carta Mundi; mientras que la valenciana
Maestros Naiperos Españoles pertenece al potente grupo France Cartes.
No vamos a extendernos con la nómina de fabricantes extranjeros porque la lista sería interminable;
pero no podemos dejar de citar a los alemanes B. Dondorf –seguramente el naipero más fino, elegante,
riguroso y perfeccionista de cuantos hayan existido– y C.L. Wüst; a los austriacos F. Piatnik y J. Glanz; a
los ingleses T. de la Rue y Ch. Goodall; al francés Grimaud; a los italianos F. Gumppenberg y F. Solesio;
al suizo J. Müller; al mexicano C. Jacques; y a los estadounidenses A. Dougherty y S. Hart. También en
Bélgica hubo una muy importante actividad naipera desde principios del siglo XIX, centrándose toda la
producción en la industrial población de Turnhout.
PARA SABER MÁS
Hay un buen número de libros dedicados a los naipes, aunque la mayoría de ellos no sean fáciles de
conseguir ni están publicados en castellano, por lo que resulta mucho más práctico acudir a la exahustiva
página de internet “The World of Playing-Cards”: http://www.wopc.co.uk/, mantenida por el infatigable
Simon Wintle, y donde se puede encontrar respuesta a prácticamente cualquier pregunta relacionada con
el mundo de los naipes.
Tampoco está de más visitar alguno de los escasos museos dedicados a la naipología. En España
disponemos de uno de los más importantes en cuanto a variedad y fondos: el “Bibat, Museo Fournier de
Naipes de Vitoria”: http://www.vitoria-gasteiz.org/we027/docs/es/museos/bibat.pdf; pero también contamos
con un pequeño y encantador “Museo del Naipe”, montado y dirigido por el entusiasta Juan Carlos Ruiz,
en la castellonense población de Oropesa de Mar: www.museodelnaipe.com. Fuera de nuestra península,
merecen la pena un desplazamiento el Deutsches Spielkarten Museum, en la localidad alemana de
Leinfelden-Echterdingen: http://www.spielkartenmuseum.de/docs/start.html; y en Bélgica, el Musée
National de la Carte à Jouer de Turnhaut: http://www.turnhout.be/index.php?site=5&pageid=101.
Como no es difícil imaginar, los naipes también han despertado el interés de los coleccionistas ya
que, por su naturaleza y variedad de temas, admite cualquier tipo de colección: por épocas, por países,
por simbología, por métodos de impresión; o por su casi infinita diversidad de motivos, que abarcan desde
los publicitarios, hasta los históricos, geográficos, eróticos, deportivos, didácticos, etc.; lo que permite
montar una muy atractiva colección con cualquier tipo de presupuesto. Muchos países tienen su propia
asociación de coleccionistas de naipes que, entre otras actividades, celebran encuentros puntuales cada
cierto tiempo; una de las más activas y con mayor número de miembros es la española ASESCOIN
(Asociación Española de Coleccionismo e Investigación del Naipe): www.asescoin.es, contacto@asescoin.es;
siendo también altamente recomendable una visita al portal de la IPCS (International Playing-Card
Society), la primera asociación creada para unir a todos los aficionados a esta materia que, con sede en
Gran Bretaña, abarca a coleccionistas e investigadores de todo el mundo: http://www.i-p-c-s.org/.
 
ALBERTO PÉREZ GONZÁLEZ

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